domingo, 14 de junio de 2009

CASTEJONEROS EN .....BILBAO


Os he dejado aquí el mensaje porque mi abuelo paterno nació allí. Y luego mi padre, en Magallón. Y porque el texto anterior, las Crónicas del Apellido, contiene numerosas menciones a Castejón de Valdejasa, como un homenaje sincero.


CRÓNICAS DEL APELLIDO
Lo llevamos detrás del nombre. Como la palmera lleva la luz de su filo verde. Somos parte de él. Como el vino que circula airoso en el interior de un pellejo. Nuestro apellido determina que la mano se pose de una u otra tesitura en la mejilla, para mostrarnos una parte del pensamiento. Aunque la costumbre documental ha hecho que nos proveamos de dos a falta de uno, rezando así en el documento de identidad, o en la cédula que nos individualiza: somos mengano de tal y tal, tenemos tantos años y somos nacidos en una villa de tantos habitantes, y tantos puentes, y tantos dividendos, y tantos recuerdos. El apellido es la crónica del espacio que nos antecede. El vástago de nuestras raíces. La rama del corazón. La sombra familiar que sigue prestando frescura cuando el verano dirige el amargo calor contra nuestas sienes. Se trata de la identidad objetiva. La de poner un punto y coma al nombre. La de individualizarnos en la medida de lo posible, para satisfacer impuestos, identificarnos frente a cualquier gestión, o dotar de un sentido al nombre que se grita a los cuatro vientos, pero también cumple su función más subjetiva y poética: abrir las puertas de la sangre y conducirnos dentro, allá, a los campos de nuestras familias, a nuestros abuelos, a los bisabuelos que cortaban hatos de espigas con una vieja hoz, a los abuelos de los anteriores que lucharon por la independencia con una orca de madera, o al barquero que con una cuerda acercaba mercaderías de una orilla a otra del caudaloso río. Siempre se dirige hacia adelante. Y se sucede en cada uno de nuestros hijos, de tenerlos. Se apropian de él como una enseña digna. La huella de la arruga que crece en quien se va y ameriza en quien viene. Un apellido se exilia a la tierra y otro pequeño, que apenas balbucea y anda a dos patas, empieza su periplo por el vasto y desigual mundo. Uno se va, con su sexo y con su todo, con sus porfías y alabanzas, con la sabiduría ardiente y la memoria desgastada; otro se viene, con sus cabriolas e ingenuidades, con su platillo de sopas de pan y su par de albaricoques, con su hogaza negra y los pies temblando de curiosidad. Son como viajes de ida y vuelta, con el mismo billete pero diferente pasajero. En pos de una saga en la que sobrevivir. A la caza y captura de nuevos churumbeles, botijas, guaguas, nenes y criaturas. Así se diga, aunque en la dirección opuesta, en vez de crear, asimila y reintegra. Una construcción al reves. Aparente desintegración de la herencia nominal, hacia atrás, ascendiendo ramas en busca de un tronco común, porque varios de esos inocentes niños proceden de dos fuentes progenitoras. De una madre pródiga en desayunos y de un padre sencillo y llano. A su vez, ambos escalan de otras líneas donde sus respectivos apellidos estimulan la línea ascendente de los orígenes. Peldaño a peldaño. Cada escalón es un grano de uva y, al tercero de ellos, o al cuarto, el rácimo identifica a María, Valeriano, Leoncia, Carmen, Teófilo, Antonio o Teodoro. A un caminero. A un sencillo campesino. A un médico honorable. O a un cazador resumido en una escopeta de doble cañón y una perra que caza las pérdices con un solo bocado. O a una mujer que después de dar de comer a los pollos baja con el cesto al lavadero, para blanquear la ropa o almidonar la sonrisa. O a la profesora del pueblo, que hace temblar a los niños con el flan de las tablas de multiplicar. O a otra señora que baja con el candelabro a las bódegas para decir que habla con los muertos, con esos que descansan a escasos cuatro o cinco metros por encima de sus canas, en la loma de la iglesia. O a la otra con la que tomábamos café después de las clases universitarias. O al afable y rudo trabajador de la huerta, que mira de reojo los pimientos que tanto esfuerzo y gotas de lluvia han costado, no fuera que cualquier mentecato se los arramplara en menos que canta un gallo. O una anciana, con el pañuelo en la cabeza, los cabellos sobresaliendo por la veterana faz, ofreciendo su mano a la nieta crecida y lejana. O un antiguo soldado republicano, cuyas cenizas danzan por los montes recién bautizados con la energía devuelta. O un sorprendente caminante, que lee apuntes en otra lengua romance, sobre antiguos nobles voivodas y cumbres amenazadas por la invasión proveniente del otro lado del Mar Negro. Una ristra interminable de viandas familiares, separadas por un cordel, tendidas en el granero de nuestra vida, listas para que un cuchillo curioso y afilado las corte, digiera y el estómago de la memoria nos acaricie. Eres tal apellido. Hijo de éste y de aquella. Nieto de ella y de aquel. Bisniesto de una cántara de agua clara y del tapete de cuero. Tataranieto de las nubes y de azules marismas. Médula de esos huesos. Simiente de estas flores. Grano de una espiga moldava. Hoja de una rama castellana. Huella de un pie andino. Músculo de carne aragonesa. Filamento de tendón marino. Raíz de cabello dorado y secano. Astilla de un palo envuelto entre pinares y escuetas matas de romero. Cuneta de una carretera que se pierde en los páramos o advierte las inclinaciones del terreno con una curva. Eje de una carreta. Horma de un zapato de goma. Sonrisa de una boca. Columna de un periódico. Rayo de un sol que echa la siesta. Mano de unos brazos que recogen cerezas salvajes para quitarles la pepita y vestirlas de mermelada. Dientes de una mandibula que se come, de una sentada, el pan de semillas de amapola. Cada apellido es una respuesta singular. Una ola singular que engulle historias, parapetos y tierras, durante su periplo, desde los tiempos inmemoriales hasta el presente donde sobrevivimos, y sobrevivo, hasta regurgitarlas enfrente de mi nombre. Si me alimento del bagaje que la ola ha traído, entonces, mi apellido, mis apellidos, todos ellos se ponen a bailar alrededor de la hoguera, mostrándome sus zurrón de historias. Que provengo del campo, en ambas líneas. Que mis padres cultivaron trigo. Que les dolieron las manos. Que mis abuelos fueron obligados a disparar contra semejantes. Que pasaron hambre. Que ordeñaron madrugadas. Que se amaron como centellas. Que murieron. Que el tiempo se los llevó. Que en el cementerio se han borrado sus nombres. Que a los más viejos les queda la memoria de unos pocos. Que la memoria se apea con la extinción del cuerpo. Que a mi madre se le murieron dos hermanas. Que tengo más de treinta apellidos en el mismo villorio. Que otros apellidos emigraron después de la guerra. Que unos saben francés y otro germinó en las pampas. Que mi apellido también es un nombre común en el sur de los Balcanes. Que los arjoles huelen a estepa aragonesa. Que el bermejo es un color cercano al adobe. Que mis piedras han viajado de un lugar a otro, pero nunca demasiado lejos. Que uno celebró la boda multitudinariamente debajo de un tilo. Que otro iba a por cangrejos al río Huecha. Que otro tenía una perrita con nombre de moneda y una mula que gastaba mala ostia. O decía que hay que hacer fuego sin que se viera el humo o trabajar la tierra como sin comulgar con ruedas de molino.Así se juntaron densas moles de hombres y mujeres a mis apellidos. Dos de principal. Dos de accesorio. Como es costumbre en la península, desde hace un milenio, en que los nombres de pila se hicieron acompañar de un apodo, identificado con la geografía, la familia, una profesión o cualquier síntoma característico de la anécdota. Aunque si a los bisabuelas de los tarabuelas de mis bisabuelas les hubiera dado por dar a luz en la estepa rusa o en el mar de Azov, mi apellido ahora terminaría en sonora vocal, redonda cual cánica y grave como un templo, seguida de la uve con la que casi termina el abecedario. Pero me hicieron así. No de otra manera.¿Qué serían mis apellidos hace tantos siglos? ¿Repoblarían alguna población fortificada? ¿acompañarían el destierro del Cid Campeador? ¿pintarían los murales de San Baudelio? ¿irían armados con una honda? ¿serían buenos amigos de Garcilaso de la Vega? ¿saldrían de jarras con Quevedo? ¿hidalgos de fortuna? ¿cortadores de leña? ¿peregrinos de unos cuantos caminos? La memoria no va mucho más allá de lo que experimentamos o nos cuenta el abuelo, sentado al candor del fuego. Sólo podemos guiarnos de la intuición, ese animal interior de pelo largo. El mío sugiere que mis apellidos nunca se andaron por las ramas, o al menos, nunca fueron monos de corte o barraganes de asamblea. Es una sensación muy viva, que siento, cuando las venas de encogen de repente, o se ponen firmes, como una ballesta. Animal de campo. Trabajador de manos. Cultivador de llanuras. Amante de muy pocas cosas. Muy amante de esas pocas. Amante hasta la medula de un par de ellas. A lo sumo, de una flor poderosa. De un rayo verde. De una aldaba firme. De una barbacana de gran carácter. De una mirada dulce y a la vez categórica. De una boca que dice que la bese pero que tampoco le escriba demasiada poesía. De otro apellido que lleva mucho del mío, lo bastante como para poner, literalmente, patas arriba, cada mundo individual. De una corriente que proviene de Piatra Neamt. De una abundancia sin parangón. De otra historia semejante. De otra intuición que ha deliberado estar junto a la mía que corre decididamente hasta la suya.

Nota de la redacción:
Siempre en esta sección hemos puesto unas reseñas o entrevistas hechas a la persona, en esta ocasión hemos querido poneros un artículo, que llama "Cronicas" y que ha publicado en su blog
http://aitorarber.spaces.live.com/ y nos ha parecido muy bonito e interesante lo que nos dice en ellas y queriamos compartirlas con todos los amantes de Castejón y también una homenaje a todos los que llevamos apellidos que nos delatan en ocasiones como descendientes de esta localidad.

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